Nada importa más a los venezolanos estos días, en los que el país
está suspendido en un paréntesis, que la despedida, que se prevé
faraónica, a su presidente durante 14 años. Y presumiblemente nada les
va a interesar más en las próximas semanas que las elecciones para
reemplazar a Hugo Chávez. Una cita con las urnas para la que el
vicepresidente y discípulo elegido Nicolás Maduro, que con la anuencia
militar ha asumido todos los poderes en el interregno electoral, ya ata
todos los cabos de la sucesión, también los más bajamente emocionales,
como lo sugiere la atribución de la muerte de su jefe a una
conspiración imperialista.
En los meses venideros, sin embargo, no hay incógnita más relevante
que la de por cuánto tiempo la llamada revolución bolivariana
sobrevivirá a su inventor e ideólogo en una sociedad tan polarizada
como la venezolana. El chavismo no ha tenido desde sus orígenes otra
referencia que el propio Hugo Chávez. El sistema autocrático travestido
de democracia que ha cambiado a mejor la vida de millones de personas y
empeorado la de otros muchos ha sido —desde 1999 hasta la misma cama
del hospital de La Habana desde la que Chávez ha regresado a morir en
su país— un régimen de una sola persona de voluntad indómita.
Es poco probable que su formidable huella se desvanezca en unos
meses. Pero es aún más improbable que, llegado el caso, Maduro —carente
por completo del carisma que permitió al líder fallecido apuntarse
todos los tantos y no ser responsabilizado por ninguno de sus fracasos—
esté en condiciones de lograr la indulgencia de sus compatriotas para
lidiar con el aluvión de problemas que afligen hoy a Venezuela, una
economía resquebrajada para la que resulta insuficiente la reciente
devaluación del bolívar del 32%. Tampoco parece fácil que el próximo
presidente, sea quien fuere, tenga libre acceso a la caja de Petróleos
de Venezuela o a la del Banco Central para financiar sus veleidades
políticas. O que consiga convencer a sus compatriotas de que todos los
males del país provienen del enemigo yanqui. El mito chavista, bañado
en petróleo, ha oscurecido la realidad de una nación con un gasto
público insostenible, escasez de productos básicos, infraestructuras
envejecidas y una industria no competitiva.
La desaparición de Chávez deja también un significativo vacío,
cuando no infunde un abierto temor, más allá de las fronteras de su
país. El caudillo populista trabajó incansablemente para convertir a
Venezuela en un actor internacional, aunque en ocasiones fuese a costa
de formalizar alianzas con cualquier Gobierno despótico que se opusiera
abiertamente a EE UU: la Libia de Gadafi, Corea del Norte, Irán o
Siria. Pero lo fundamental de su acción exterior se dedicó a forjar
lazos con los regímenes izquierdistas latinoamericanos —Cuba sobre
todo— a cambio de petróleo barato del país con las mayores reservas del
mundo. Si ese crudo a precio de amigo va a seguir fluyendo sin la
decisiva presencia ideológica de Chávez es ahora un tema abierto.
Nicaragua, Bolivia y Ecuador pierden con su muerte a su más estrecho
aliado y potente altavoz. Argentina, a alguien que compró miles de
millones en bonos para salvarla de la bancarrota. Pero ningún país como
Cuba depende tanto de Caracas, de la magnanimidad petrolera de Chávez
para con su ídolo y amigo Fidel Castro. Los más de 100.000 barriles
diarios a cambio del trabajo en Venezuela de decenas de miles de
profesionales cubanos y la multitud de proyectos de cooperación han
supuesto en los últimos años un auténtico soporte vital del régimen
comunista. Para nadie como para La Habana la desaparición de Chávez
representa un acontecimiento trascendental.
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